¿Compañere? Género no binario, género fluido, androginia, transgeneridad: nuevos términos para una realidad que siempre ha estado allí
En días recientes se volvió viral un video en el que una persona joven protesta porque su compañero de clase la llamó “compañera” y no “compañere”, como había pedido en varias ocasiones. Esa misma persona también pide que se dirijan a su persona no como él o ella, sino como “elle”. Las reacciones en las redes fueron desde la ridiculización y la burla hasta el apoyo, pasando por reflexiones diversas. En los días sucesivos la persona que quiere ser llamada “compañere” comentó que se consideraba de “género no binario” y por eso pedía el uso de estos neologismos.
El acontecimiento aquí relatado puede parecer interesante, extraño o hasta absurdo a algunas personas. Para las Ciencias Sociales se trata sólo de un ejemplo de un fenómeno más amplio: el cuestionamiento que diversos individuos y grupos sociales hacen a tres ideas que han sido dominantes en las sociedades occidentales durante muchos siglos: 1) la idea de que sólo hay dos sexos en la especie humana: macho y hembra (llamada “binarismo sexual”), 2) la idea de que del sexo o del cuerpo macho se deriva la “masculinidad” y del sexo o del cuerpo hembra se deriva la “femineidad” (llamada binarismo de género) y, 3) la idea de que de esos binarismos, el sexual y el de género, se desprende de forma “natural” la heterosexualidad, porque el fin de ambos binarismos es, se nos dice, “la reproducción de la especie” (llamada heterosexismo). Se trata de ideologías dominantes que están presentes lo mismo en las referencias religiosas sobre el origen de los seres humanos y del plan divino (Adán y Eva, etc.), como de manera explícita o implícita en leyes, instituciones, documentos, políticas públicas, planes y programas de gobierno, pero también, y sobre todo, en el lenguaje y en el trato cotidiano.
Las Ciencias Sociales contemporáneas, acompañadas de una abundante evidencia psicológica, antropológica y sociológica, han mostrado que estas ideas dominantes para entender, definir, prescribir y organizar los cuerpos, las identidades, las relaciones de pareja, las familias y la vida en sociedad no tienen nada de “naturales”, sino que son convenciones sociales que hemos heredado. Son ideologías (sistemas de concepciones y valores) sexuales y de género que han generado a lo largo de la historia ocultamiento, exclusión, persecución, marginación, segregación y opresión de muchas personas. Los ejemplos son múltiples: 1) los individuos que no son XX o XY a nivel cromosómico o que tienen un ovario y también un testículo o que tienen genitales ambiguos, a menudo son tratados como monstruos o “errores de la naturaleza” (como si la naturaleza fuera una persona que hace cosas y se equivoca y no una realidad diversa y compleja); 2) las personas que tienen un cuerpo macho que no cumplen con la expectativa social del comportamiento “masculino” en sus gestos, su forma de caminar, de hablar, de vestir y adornarse o en su sensibilidad también han sido tratadas como “locas”, “enfermas” o “anormales” y han sido ridiculizadas, estigmatizadas y objeto de toda clase de maltratos y exclusiones, y lo mismo ha sucedido con las hembras humanas que no se comportan como se supone que “deben” de comportarse las mujeres, esto es, que no son “femeninas”; 3) las personas que no son heterosexuales o no lo son de manera exclusiva y sienten una atracción afectiva o erótica hacia personas de su mismo sexo o hacia ambos sexos también han sufrido violencia física y verbal y estigma a lo largo de la historia. En realidad, la evidencia de esta diversidad al nivel del sexo, de género y del deseo desde la experiencia cotidiana, su presencia en los medios de comunicación y en la escena política, así como las investigaciones desde las Ciencias Sociales, nos ha mostrado que: 1) hay más de dos sexos biológicos, 2) el género (lo que entendemos por ser hombre y ser mujer, lo masculino y lo femenino) no se deriva del cuerpo y, 3) la atracción erótica y afectiva no se deriva del género y no tiene como única finalidad la reproducción biológica de la especie, sino, como dijo Sigmund Freud hace muchos años, lo mueve su resolución placentera.
Ahora bien, las personas y grupos sociales que han venido exigiendo el reconocimiento de esta diversidad sexual, de género y erótica, así como el fin de toda forma de ocultamiento, exclusión, violencia, segregación, etc., han tenido que inventar, acompañadas de los argumentos de las Ciencias Sociales, nuevas palabras para nombrarse a sí mismas y visibilizar su particular manera de entenderse, de percibirse, de representar su cuerpo, sus gestos, sus prácticas, sus relaciones y de imaginar su proyecto de vida. Además de los términos de heterosexualidad, bisexualidad, homosexualidad, gay, transexualidad (con los cuáles más o menos la sociedad se ha familiarizado), en las últimas décadas han aparecido otros términos como intersexualidad, transgeneridad, queer, género fluido, género no binario, agénero, androginia, heteroflexible, homoflexible, asexual, poliamor y pansexual, entre otros. Asimismo, estos términos, al aludir a tres aspectos diferentes (el sexo, el género y la orientación erótico-afectiva), pueden combinarse de formas diversas, como cuando un estudiante se presenta y dice: “Soy un hombre trans masculino pansexual y poliamoroso”, para señalar que, aunque nació con un cuerpo biológico hembra, se identifica como hombre, que además se identifica con lo masculino en su gestual y su presentación de género, que su atracción afectiva y erótica es amplia e incluye a hombres y mujeres, pero también a otras identidades sexogenéricas (por ejemplo, incluye a personas intersexuales y todo el espectro de identidades “trans”, etc.) y que además practica o está abierto a sostener varias relaciones afectivas al mismo tiempo de manera clara y abierta con sus parejas.
Dentro de un sector de jóvenes ha surgido también el término “género no binario” como una forma de querer trascender el género como algo significativo en sus vidas o para señalar que el binarismo de género, tan importante para sus padres o abuelos, ha dejado de tener importancia en sus vidas; esto es, que, aunque sus presentaciones y expresiones de género pueden ser leídas por los otros como masculinas o femeninas, no es la forma personal de entenderlas o la razón para asumirlas. Este parece ser el caso de la persona que quiere ser llamada “elle” o “compañere”. Se trata de una postura personal, sociocultural y política que, no obstante, se enfrenta con dos realidades: 1) que el género sigue importando socialmente y las ideologías del binarismo sexual y de género siguen teniendo una gran fuerza cultural y, sobre todo, están plasmadas en la lengua, esa que hablamos todos los días y estructura nuestra visión del mundo y, 2) que los mandatos sociales para asumir una identidad de género según el cuerpo con el que se nazca se interiorizan a muy temprana edad y existe una fuerte presión social para que se asuman a lo largo de la vida. En este contexto social y teórico, podríamos decir que la noción del “género no binario” es una orientación cultural, una aspiración personal (que muchas veces puede tener resonancias emocionales profundas), social y política, que, tal vez, al paso de las transformaciones sociales, pueda llegar a convertirse en una realidad colectiva, pero que en el presente se enfrenta a la solidez de una cultura, de una lengua, y de una visión del mundo que ha sido interiorizada por la inmensa mayoría de las personas.
La anécdota con la que iniciamos este texto claramente nos remite a una disputa sociocultural y política que ya he tenido numerosas expresiones a lo largo de la historia reciente. Se trata de una disputa entre personas con aspiraciones concretas a ser incluidas y visibilizadas y un “estado de cosas” ya instituido: una lengua, un orden simbólico, un sistema de instituciones, costumbres, usos, identidades, documentos legales y aprendizajes que hemos interiorizado a partir de esas ideologías binarias de sexo y género y del heterosexismo. Se trata de una disputa desigual para quienes la encabezan en el día y día y que, seguramente, lo hacen a un alto costo emocional, familiar y social.
Es por su importancia personal para quienes participan de estas reivindicaciones, que por otro lado son novedosas y extrañas para la gran mayoría, que a menudo su expresión en el espacio escolar, laboral, comercial o familiar puede ser muy emotiva e, incluso, a veces, dramática y ríspida, cuando no violenta. La persona de género no binario que quiere ser llamada “elle” o “compañere” o la mujer trans que quiere ser llamada en femenino, por poner dos ejemplos, aspiran a sentirse reconocidas, a crear un espacio lingüístico, simbólico, que sirva como una morada segura para su subjetividad y su identidad. Las personas del entorno inmediato pueden simplemente no entender la demanda y menos aún, el tono dramático de la exigencia que va contra la lógica de lo aprendido desde la más temprana infancia y que constituyen su noción mismo de lo normal y de sentido común, aun cuando tengan la mejor intención de no discriminar y ser incluyentes.
Desde mi formación como sociólogo-antropólogo y desde mi experiencia como activista en los Derechos Sexuales y Reproductivos, me queda claro que el camino idóneo es crear una conversación pública y abierta sobre estos temas, como punto de partida para avanzar en una transformación social con inclusión y equidad. Se requiere hablar, explicar, sensibilizar y reflexionar juntos; leer, estudiar y tener disposición de aprender, pero también tener la paciencia para explicar, una y otra vez, por qué se quiere, por poner el mismo ejemplo, ser llamado “elle” o “compañere” y por qué es algo importante para la propia persona. También se requiere entender que pedirle a una persona que cambie su forma de hablar, que use una palabra que no conoce y que va contra la lógica misma de la lengua aprendida, no es una solicitud fácil de cumplir, o de cumplirla no sin equívocos, aun cuando se esté en contra de la discriminación y a favor de la inclusión.
En una sociedad democrática, la conversación pública, la comunicación de nuestras realidades, nuestros malestares, nuestras aspiraciones, nuestras resistencias al cambio, nuestra incomprensión, deberían de encontrar cauces pacíficos, respetuosos, serenos. Si del lado de las personas que han sido conformadas de acuerdo a los parámetros sexogenéricos dominantes se requiere apertura, empatía, disposición a incluir, escuchar, entender y cambiar, del lado de las personas que impulsan los cambios se requiere mucha disposición a educar, a sensibilizar, a explicar y a argumentar una y otra vez con paciencia y también con empatía. Después de todo estamos frente a transformaciones profundas y de largo aliento, tan profundas que desde la academia algunas voces dicen que estamos frente a un “cambio civilizatorio”.
Para saber más pueden acercarse a leer el libro Qué es la diversidad sexual. Reflexiones desde la academia y el movimiento ciudadano, de mi autoría, publicado por CIAD, Ariel-Paidós y UNAM en 2015.
Colaboración de Guillermo Núñez Noriega, investigador de la Coordinación de Desarrollo Regional del CIAD