Construir una experiencia de producir alimentos mediante la implementación de un huerto urbano resulta muy enriquecedora en términos de reflexión del proceso de producir los alimentos y de la alimentación misma. A continuación se describe el artilugio1 de la experiencia:
Básicamente la experiencia consistió en sembrar las semillas (espinaca, cilantro o rabanitos) en macetas; se siguió el procedimiento de sembrado de la semilla de hortalizas en el huerto familiar. Las macetas se colocaron en un lugar donde recibían la luz del sol. Se revisaban diariamente y, por vivir en un lugar árido y de mucha escasez de lluvia, se optimizó el agua. Durante el proceso se observaba si había señales de nacimiento de alguna germinación.
Desde su inicio, esta práctica agrícola dio lugar a la convivencia familiar y, cuando por fin nacieron las primeras plantitas, detonó la reflexión sobre “de dónde provienen nuestros alimentos y lo que implica producirlos”. Día con día observábamos su crecimiento y veíamos si había una mejor definición de las hojitas e, incluso, se vislumbró la posibilidad de hacer réplicas de esta práctica, en base a los resultados que se tenían a la vista.
Pero, en la implementación de este proceso, se hizo presente nuestra carencia de vocación campesina: un día la naturaleza se impuso y por la noche llovió a cántaros. Fue una lluvia sorpresiva que sorprendió a los pobladores de una ciudad semidesértica. Las macetas se inundaron de agua y las plantitas terminaron anegadas, cubiertas por el agua de lluvia; murieron por el exceso de agua. La experiencia nos permitió reflexionar en lo que implica producir alimentos en un contexto climatológico adverso, situarse en lo que pueden vivir y sentir los campesinos cuando les sucede algo parecido, la angustia y preocupación de no tener sus alimentos y en el cómo tienen que echar a andar su imaginación y creatividad para resolver los problemas en sus parcelas, porque para ellos lo que está en juego es su propia subsistencia –quizá sin saber que también la nuestra.
Esta vivencia misma de sembrar la semilla y de observar con detalle, en el día a día, todo lo que conlleva entender la realidad del proceso: los cuidados, el riego, el sentir lo que pasa ante eventos adversos y el extrapolar la situación a lo que puede representar tal hecho a pueblos o comunidades en desventaja social, sin duda fomenta en la familia la concientización y desarrollo de sensibilidad. Este reflexionar sobre todo lo implicado en el alimento que consumimos, en el contexto geográfico y natural que interviene y hace posible su producción, nos llevó a considerar la situación de vulnerabilidad de los pueblos en desventaja social y a reforzar nuestra responsabilidad como investigadores, ciudadanos e integrantes de una familia, en la necesidad de trabajar con mayor compromiso social y ambiental en cada frente que sea posible.
Además, en un contexto donde, por un lado, la forma de alimentarnos ha modificado los patrones de alimentación en cada región por la influencia que ejercen las grandes empresas a través de los diversos medios de comunicación (se han enajenado las formas de alimentarse y complejizado los procesos de reflexión respecto a los procesos involucrados en tales prácticas) y, por otro lado, la contaminación ambiental asociada al uso de agroquímicos en la producción de los alimentos, problemática que afecta la fertilidad de la tierra, disminuye sus nutrientes y socava la producción de alimentos en el futuro, además de generar riesgos de salud.
Esta reflexión permite reconocer el trabajo del campesino, a valorar más su conocimiento de esas señales visibles e invisibles que manifiesta la naturaleza y, lo que es más importante, a reconocerle como actor social clave en la producción de alimentos y en el cuidado de la tierra. En todo caso, así como a nivel global se impulsan acuerdos internacionales respecto a las formas de producir alimentos que rescaten el conocimiento tradicional campesino y de los pueblos indígenas, en el Programa de Estudios Socio-Ambientales de la Coordinación de Desarrollo Regional del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD), se están llevando a cabo diversas prácticas agroecológicas a través de diferentes estrategias de educación ambiental in situ en localidades urbanas y rurales. Estas prácticas, además de fomentar la articulación familiar y producir alimentos libres de agroquímicos, propician el desarrollo de procesos reflexivos que inducen a un cambio de conciencia que bien podría traducirse en una ecología integral.2
Esta experiencia y reflexión nos motiva aún más a orientar esfuerzos para estrechar los vínculos que, como academia, necesitamos establecer con la comunidad en la búsqueda de alternativas productivas que coadyuven a conformar una sociedad más respetuosa del conocimiento del otro, del saber tradicional y de los equilibrios ambientales.
Bibliografía:
1 Benjamín Berlanga Gallardo. 2014. Fragmentos acerca del artilugio en la pedagogía del sujeto. Universidad Campesina Indígena en Red (UCIRed).
2 El Papa Francisco. 2015. La carta encíclica. Laudato Si. Sobre el cuidado de la casa común. Capítulo 4. Una ecología integral. Pág. 107.
Colaboración de Margarita Peralta-Quiñónez y Beatriz Camarena-Gómez