La lengua, ese maravilloso músculo
Comer nuestros alimentos favoritos es uno de los mayores placeres de la vida; de eso no hay duda, pero ¿te has preguntado qué pasa con la lengua, el músculo a través del cual percibimos los sabores y texturas de nuestros alimentos, cuando la exponemos a una tormenta de sustancias con sabores extremos?
Ricardo Reyes Díaz, Belinda Vallejo Galland y Aarón González Córdova, académicos del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo (CIAD), especialistas en análisis sensorial de alimentos, la rama de la ciencia que se dedica a analizar la respuesta del consumidor hacia los atributos sensoriales de la comida a través de los sentidos, nos brindan algunas recomendaciones para tratar bien a nuestra lengua.
¿Cómo percibimos los sabores?
La lengua está cubierta de papilas o botones gustativos de tamaño microscópico que constan de células quimiorreceptoras. Hay aproximadamente diez mil papilas gustativas en la boca, aunque su número disminuye eventualmente con la edad (hay también algunos receptores del gusto esparcidos en otras partes de la boca, como el paladar).
Estas papilas gustativas nos permiten detectar los gustos básicos o primarios: ácido, dulce, salado y amargo; adicional a estos, se han incluido también el umami, el metálico y el astringente (Lawless y Heymann, 2010), cuya percepción se localiza en determinadas zonas de la lengua. Dichos estímulos (sabores) se relacionan directamente con la concentración de determinada sustancia presente en los alimentos que consumimos.
Los estímulos del gusto interactúan con receptores a través de varios mecanismos de transducción para convertir el estímulo químico en una respuesta (percepción de sabor). Además, hay información que se transmite desde el sentido químico común; este sistema está separado del sistema del gusto y en los humanos consta principalmente del nervio trigémino de la cabeza y sus terminaciones nerviosas libres en la boca y en la cavidad nasal (Coren et al., 2001).
Tanto el sentido del gusto como el sentido químico común son sensibles a una amplia variedad de estímulos; entre ellos, ciertos sabores que nos permiten recordar pasajes de nuestra vida desde la infancia, evitar consumir lo que nos desagrada o alarmarnos de algo que nos puede poner en peligro, pero, sobre todo, disfrutar los diversos placeres de degustar el alimento preferido, más allá de su aporte nutricional como medio de sobrevivencia.
Cuidar la lengua
La lengua es uno de los órganos más sorprendentes y curiosos del cuerpo humano, ya que gracias a ella podemos realizar diferentes actividades como hablar, masticar, tragar y saborear las cosas; sin embargo, debido a que también es un órgano muy sensible, al consumir ciertos alimentos (por ejemplo, alimentos calientes, ácidos o picantes), las personas podemos experimentar ciertas alteraciones o reacciones en ella, como irritación, dolor y sensaciones de ardor.
Es muy importante identificar el origen de los síntomas de alteraciones en la lengua, y en caso de que la causa sea un alimento irritante, debemos eliminar o disminuir su consumo. De lo contrario, podría tratarse de una alergia, infección o enfermedad que debe tratarse médicamente.
Al probar cosas con la lengua, experimentamos la gran capacidad del gusto que nos permite disfrutar y diferenciar a los alimentos. Sin embargo, la lengua es más versátil que eso. Es también sensible a la temperatura y a la presión. También tiene la capacidad de detectar diversas sustancias químicas que imitan a estas dos sensaciones y que se encuentran en una gran cantidad de alimentos. Este último grupo de sensaciones es llamado quimioestesis.
Existen otras sensaciones como refrescante (de frío) o umami (de atributos deliciosos) que proporcionan una contribución importante a la percepción del sabor en los alimentos. Además de estas, también existe la sensación picante, que es muy común en la comida mexicana y oriental. Esta última sensación tiene una característica “quemante” y es difícil de separar de las producidas por los efectos de irritación química general y por los efectos lacrimógenos.
Hay alimentos picantes, como el chile, que es uno de los principales ingredientes en platillos mexicanos, y otros como la pimienta negra, jengibre, mostaza, rábano, cebolla, ajo o especies aromáticas como el clavo y la canela que se añaden a los alimentos para aumentar su apetecibilidad y aceptación. Dentro de las sustancias responsables de estas sensaciones picantes se encuentra la capsaicina, molécula que le da a los chiles su gusto particular. Lo mismo sucede con la piperina de la pimienta negra y el isotiocianato de alilo de la mostaza y los rábanos.
Dichos alimentos se sienten picantes porque se unen a receptores sobre células que se activan promoviendo una reacción resultante en la elevación de la temperatura en la zona de contacto. De igual forma, alimentos con sabor ácido envían “mensajes de dolor” a la lengua, presumiblemente para advertirnos de que no es una buena idea consumirlos. Sin embargo, es importante mencionar que la capsaicina y otros alimentos picantes no te dañarán la lengua; de hecho, podrás notar que, después de comer mucha comida picante, el ardor ya no te afectará tanto, pues los receptores finalmente dejan de dar una respuesta tan fuerte al compuesto. El fenómeno se llama desensibilización a la capsaicina y es algo que ha tenido interés científico sugiriendo que dicho compuesto puede aliviar el dolor.
La eficacia de llevar varios líquidos a la boca para aliviar el picor de un alimento depende, en cierto grado, de su sabor. El líquido más eficaz deberá tener un sabor dulce (por ejemplo, agua mineral o agua con gas) o agrio (por ejemplo, jugo de algún cítrico) y deberá estar a una temperatura fría que puede dar una sensación de efecto refrescante.
Amantes de las experiencias de gozo
Actualmente, como resultado de la globalización, hay consumidores que están desarrollando un gusto especial por los alimentos con sabores fuertes, exóticos e inusuales, razón por la cual los productos exageradamente especiados o muy sustanciosos están experimentando una tendencia al alza en su consumo.
Toda esta gama de variedades e intensidades de sabores y aromas están relacionadas con la intensidad de una actividad neural producida por el estímulo (sabor), lo cual resulta en nuevas sensaciones que son experiencias que comúnmente buscamos repetir. Dichas sensaciones y sus intensidades usualmente dependen de la concentración de la sustancia que la provoca; sin embargo, la percepción puede estar influenciada por la edad, sexo, hábitos y estado emocional. Por ejemplo, se sabe que los niños expresan una gran preferencia por lo dulce y rechazo por lo amargo. El amargo en la cafeína y la cerveza suele detectarse hasta con seis veces menos intensidad en los adultos que en los jóvenes.
Los expertos(as) creen que hay razones evolutivas para ello, ya que mientras la mayoría de las sustancias tóxicas presentes en la naturaleza son amargas, los productos dulces suelen ser nutritivos y ricos en calorías. Es decir, el sentido del gusto nos protege y contribuye a nuestro desarrollo.
Estudios científicos demuestran que existe una disminución de la percepción de sabores dulce y salado con la edad, de modo que a medida que esta aumenta es necesario una mayor concentración para diferenciar intensidades de salado o dulce, lo que probablemente es consecuencia de la degeneración de las papilas gustativas (González et al., 2002). En los niños, estas papilas se regeneran cada dos semanas y están bien abiertas, lo cual posibilita que los sabores se experimenten con gran intensidad. A medida que nos hacemos mayores, el número de papilas gustativas disminuye y, además, estas tienden a estar más cerradas, por lo que la potencia del gusto decae.
El hecho de que muchas cosas que no nos agradaban de pequeños nos resulten atractivas al gusto de mayores, puede deberse a que las personas pierden sensibilidad olfativa a medida que envejecen, lo cual es una razón importante por la que muchas personas parecen superar las aversiones de la infancia. Así, un alimento cuyo olor resultaba demasiado intenso para un niño, se torna suave cuando somos adultos. Además de ello, a medida que aumenta la edad, somos más conscientes de que el rechazo a un alimento puede ser irracional y, en consecuencia, hacemos un esfuerzo para que nos acabe gustando, ya que tenemos una mayor capacidad de reflexionar sobre la causa de la aversión y darle una segunda oportunidad al alimento en cuestión.
Recuperar antiguas sensaciones
Diversos alimentos procesados pueden contener altas concentraciones de aditivos, como azúcares, grasas y sales, para hacerlos más atractivos al consumidor, lo cual puede producir cambios en la calidad sensorial, pues las comidas y bebidas no se disfrutarán de la misma forma cuando son elaboradas en casa.
La costumbre (no consciente) de consumir altas concentraciones de este tipo de aditivos hace que, ante la sensación de que a la comida le falta sabor, solemos añadir más azúcar o sal: esto puede conducir a excesos peligrosos. Aunado a ello, la ingesta excesiva de algunos aditivos puede provocar problemas digestivos, irritación y reacciones alérgicas en consumidores sensibles a ellos.
Afortunadamente, una alternativa sana que podemos emprender puede ser el reducir en lo posible dichos aditivos para la elaboración de los alimentos industrializados o reducir el consumo de este tipo de alimentos. Tal vez de esa forma se pueden recuperar antiguas sensaciones del sabor y aroma e, incluso, descubrir otras nuevas.
Referencias
- Coren, S., L. M. Ward y J. T. Enns. 2001. Sensación y percepción. 5ta. ed. México: McGraw-Hill/Interamericana.
- González, J., J. de la Montaña y M. Míguez. 2002. Estudio de la percepción de sabores dulce y salado en diferentes grupos de la población. Nutr. Hosp., XVII (5): 256-258.
- Lawless, H.T. y H. Heymann. 2010. Sensory evaluation of food. Principles and practices. Springer Science & Business Media. Nueva York.
Colaboración de Ricardo Reyes Díaz, Belinda Vallejo Galland y Aarón González Córdova, investigadores del CIAD.