Beatriz Olivia Camarena Gómez y Margarita Peralta Quiñonez
Investigadoras adscritas al Programa de Estudios
Ambientales y Socioculturales del Desarrollo
de la Coordinación de Desarrollo Regional del CIAD
La pregunta ¿qué alimentos consumir para contribuir a paliar el deterioro ambiental? invita a reflexionar en los productos que forman parte de la dieta familiar cotidiana y a considerar las alternativas que tenemos, toda vez que, al optar por uno u otro tipo de alimento, se coadyuva a reforzar determinado esquema de producción de alimentos.
Lo plausible sería orientar nuestras pautas de consumo hacia aquellos alimentos que por sus formas de producción garanticen una alimentación más saludable y no alteren negativamente los equilibrios ambientales. Ello implica considerar, entre otras muchas cuestiones, que, implícito en el reto que representa alimentarnos hoy y tener acceso a los alimentos mañana, está la disputa por la tierra o suelos que aún no han perdido su potencial productivo. En los polos del esquema actual de producción de alimentos están los grupos corporativos multinacionales, aplicando las nuevas tecnologías en desarrollo que tienen que ver, por ejemplo, con la agricultura de precisión (Ruiz Marrero, C., 2004), o semillas transgénicas promovidas por Monsanto-Bayer, entre otras; y en el otro extremo, los pequeños y medianos productores locales, compatibles con el paradigma agroecológico, campesinos muchos de ellos, trabajando y comercializando sus productos con recursos económicos escasos.
En el caso de los grupos corporativos, están los proyectos fomentados por las grandes corporaciones tecnológicas (Big Tech), que se distinguen por conectar la biotecnología (genes) y la nanotecnología (átomos) para cultivar, transformar y adaptar los alimentos a la demanda de los consumidores. De este modo, el conocimiento es generado en el laboratorio y aplicado en los sistemas agrícolas con el propósito de elevar la producción, así como ciertos atributos en los productos alimenticios. Los investigadores partícipes en dichos procesos se convierten en expertos y tienden a posicionar e imponer su conocimiento sobre aquel otro, de tipo tradicional, característico de los campesinos y pequeños agricultores locales. En su prisa por ofrecer nuevos productos con la connotación de “saludables”, las Big Tech colocan continuamente en el mercado una variedad de alimentos procesados que publicitan como productos alternativos, elaborados sin agredir el medio ambiente. La carne y los productos lácteos procesados industrialmente y conocidos por sus repercusiones en el cambio climático son ejemplos emblemáticos, se trata de productos proteicos, cultivados en laboratorios, llamados petri-proteínas (una caja de Petri es un recipiente usado en experimentos de laboratorio), que se ofrecen como una alternativa de alimentación por importantes grupos comercializadores. En productos cárnicos, el año 2018, Tyson y Cargill invirtieron 40,114 mil millones de pesos, respectivamente (ETC Group, 2019). Otro ejemplo son los helados veganos publicitados como productos que sustituyen la proteína de leche por otras proteínas de origen vegetal (soya), o bien las hamburguesas veganas cuyo ingrediente principal es la carne de soya, colocadas en el mercado por grupo Nestlé junto con Unilever –grandes líderes de la importación del aceite de palma–, entre otros. La fuerza que ha tomado la ganadería industrial en años recientes se sustenta precisamente en la demanda de soya de esos grupos corporativos que la utilizan para alimentar los millones de cerdos, gallinas o vacas que producen bajo el régimen de encierro. Hoy por hoy, la oferta y demanda de soya en el mercado global ha propiciado que el ganado sea alimentado con ese producto importado de Estados Unidos, Brasil y Argentina, cuyas inmensas extensiones de monocultivo de soya genéticamente modificada (Monsanto/Bayer) son regularmente tratadas con glifosato, herbicida cuyos efectos cancerígenos ha costado a Bayer millonarias condenas judiciales (BBC News Mundo, 2019).
En tal contexto, Duch Guillot (2019) cuestiona si el consumo de alimentos debe inducir a una nueva conciencia alimentaria, concretamente, ¿hacia dónde va la percepción social al respecto?, ¿el consumidor cuenta con información veraz del contenido de los productos alimenticios mayormente disponibles en el mercado?
El hecho es que las empresas multinacionales en el ramo de la alimentación, atentas a las nuevas tendencias alimentarias, promueven el consumo de productos de dudoso contenido nutritivo y calidad en sus ingredientes. Los corporativos tecnológicos, guiados por criterios económicos, siguen avanzando en el desarrollo de técnicas para incorporarlas en la cadena productiva y comercializar los productos obtenidos en el mercado, hasta posicionarse en los estilos de vida del consumidor. Tienden a utilizar una serie de prácticas y estrategias de marketing “verde” para colocar esos nuevos productos; es decir, se valen de colores verdes, imágenes de entornos naturales y términos o palabras ambiguas, como parte de una propaganda que sugiere al consumidor que está comprando productos saludables, orgánicos, elaborados bajo normas de responsabilidad social y ambiental (Bellamy, D., 1990).
Ese tipo de prácticas ha llevado a la Organización de las Naciones Unidas a reconocer la necesidad de establecer un mecanismo que permita evaluar los posibles impactos ambientales, sociales, de salud y otros de las nuevas tecnologías (Boletín ETC Group, 2019). En ese sentido, el citado Grupo Erosión, Transformación y Concentración, plantea que, a medida que las crisis globales convergentes se intensifican (biodiversidad, clima, plástico), los gobiernos y las corporaciones luchan por crear nuevas instituciones e inversores, todos alineados en el propósito de financiar una nueva ronda de soluciones tecnológicas basadas en el “cambio tecnológico rápido”, “tecnologías exponenciales”, “tecnologías de frontera”, o bien, en la llamada “cuarta revolución industrial”. Por lo mismo, Reichman (2019) señala que, si bien un modelo productivo con tales características puede ser exitoso en términos productivos, resulta radicalmente insostenible por sus efectos ambientales. A los problemas de hambrunas se suma una epidemia devastadora aún más grave, la obesidad, asociada también al consumo de alimentos industrializados. Estudiosos de esta problemática reconocen que América Latina y el Caribe tienen más obesos que hambrientos, problemática presente en todo el mundo (Da Silva, Graziano. 2019).
El reciente informe de la FAO (2018) titulado El estado de seguridad alimentaria y nutrición en el mundo, destaca que existen problemas de hambruna (casi 821 millones de personas sufrieron hambre en 2017) y que tal problema ha aumentado en los últimos tres años hasta alcanzar los niveles de hace una década. Tal retroceso devela la necesidad de revisar las acciones que se están llevando a cabo para abatir los impactos de la inseguridad alimentaria: deja claro que hay que hacer más y de forma urgente para alcanzar el Objetivo de Desarrollo Sostenible que tiene que ver con lograr el Hambre Cero para el año 2030 (FAO, 2018).
Frente al escenario conformado por la agricultura industrial, la agroecología tiende a erigirse como una alternativa que deposita la esperanza en el resurgimiento de un conocimiento ancestral que, a través del dialogo, se integra en una ecología de saberes (de Sousa Santos, 2010). La agroecología se presenta como una posibilidad de hacer contrapeso al conocimiento surgido de la ciencia, cada modelo agroproductivo tiene sus propias características, en donde uno trabaja con y para la Naturaleza, y el otro pareciera desafiarla; en uno es posible visualizar los efectos ambientales en el corto plazo, en el otro se desconoce si sus efectos serán igual o más devastadores que la revolución verde; ambas estrategias pretenden garantizar la alimentación a una población mundial en rápido crecimiento. Los pequeños agricultores parten de sus propias vivencias en los sistemas agrícolas y evitan generar contaminación al realizar diversas prácticas tradicionales en un mismo cultivo; con base en su capacidad de observación y habilidades en las tareas agrícolas, reinventan y mejoran su propia práctica y con ello la calidad de los cultivos y de los suelos. Al hacer esto, sin saberlo, se convierten en investigadores in situ, es decir, se involucran en procesos constantes de acción-reflexión-acción, el aprendizaje y conocimiento es reforzado día a día con la experiencia y capacidad de observación, a través del quehacer, el dialogo e intercambio de saberes, en un proceso constante de construcción y reconstrucción de saberes (Contreras, 2019).
Una práctica agroecológica que promueve la conservación de la biodiversidad y el balance ecológico de los agroecosistemas para alcanzar una producción sustentable altamente productiva es la agricultura orgánica (Altieri, 2001). En los países en desarrollo se espera que este modelo agroproductivo favorezca la economía de los pequeños agricultores locales, quienes reconocen el daño que los pesticidas provocan al medio ambiente y a la salud (jornaleros y productores) y, por lo mismo, se han sumado a tal esfuerzo. Sin embargo, en estudios realizados desde la perspectiva del pequeño productor agrícola (Gómez, 2000; Espulga, 2001; Yanggen, 2003; Guillén et al., 2008) se reconoce también que no todos los pequeños productores locales conocen estas modalidades alternativas y que perciben que tales prácticas ecológicas pueden elevar sus costos de producción y redundar en un producto de mayor precio que sus similares convencionales. Por lo mismo, los productores interesados en transitar a tal esquema agrícola perciben el riesgo de que no exista un mercado que demande productos ecológicos o que no esté dispuestos a pagar su sobreprecio. A esto se suman los problemas de escasez de recursos financieros que tienen, situación que les dificulta acceder a las tecnologías que les permitirían competir con los grupos corporativos trasnacionales, al grado que muchos de ellos, la mayoría campesinos e indígenas, han abandonado el campo en busca de otras alternativas productivas para subsistir.
En fin, además de la percepción que tienen algunos pequeños productores agrícolas respecto a las alternativas agroecológicas, hay tres fenómenos nuevos que importa precisar en lo que respecta a la producción actual de alimentos: 1) son evidentes los efectos nocivos que el uso de plaguicidas genera en el ambiente y la salud humana; 2) existe un cuidado especialmente mayor por la salud en la población a nivel mundial; 3) emerge un nicho de mercado que demanda la producción de alimentos sanos (Golán y Kuchler, 2000).
Respecto al primer y segundo punto, los consumidores se han percatado de estas problemáticas y tiende a constituirse un segmento de mercado que opta por alimentos más sanos, libres de agrotóxicos. Esa preocupación por los alimentos que se ingieren y por el daño que provocan en el medio ambiente es de carácter global y es objeto de investigación en el ámbito mundial. En Europa, por ejemplo, un estudio realizado por Eurobarometer (2010) mostró que los consumidores están preocupados por la seguridad que le brindan los alimentos: alrededor del 72% perciben especial riesgo por los residuos de pesticidas en frutas y verduras; en otra investigación realizada por Henson (2001), se identificó un importante segmento de consumidores preocupados por la seguridad implicada en los alimentos consumidos pero que minimizan el impacto de la agricultura sobre el medio ambiente, también reconocen que la calidad de los productos orgánicos supera a la de los producidos de forma convencional e incluso están dispuestos a pagar un precio mayor por esos alimentos libres de tóxicos (Groff y Kreider, 1993; Govindasamy e Italia, 1999).
En países de Latinoamérica, Brasil por ejemplo, se ha presentado una orientación a proyectos de agronegocios basados en cuatro dimensiones fundamentales, incorporadas en proyectos de viabilidad de agronegocios: viabilidad técnica y económico-financiera, viabilidad organizativa, competitividad del Sistema Agroindustrial existente, y la sustentabilidad (Neves y Castro, 2003). Además, Milano y Ramírez (2005) realizaron un análisis de consumo de productos alimenticios, mecanismos de distribución, el valor de la producción orgánica, comercio justo y programas de desarrollo integral. Y en México, donde destaca el estado de Sonora por sus altos niveles de producción agrícola y por el uso convencional de agroquímicos, particularmente en el segmento hortofrutícola, también se reconoce que tal práctica ha favorecido altos niveles de cosecha, pero también que tales agroquímicos han desencadenado efectos adversos en el medio ambiente y en la salud humana (Leal et al., 2014; Ochoa Nogales et al., 2012; Yañez et al., 2019). En todo caso, la demanda de productos orgánicos llegó para quedarse. El consumidor ecológico está presente en el territorio nacional desde hace varios años (Orozco et al., 2003), alrededor de las tres cuartas partes de la muestra de consumidores prefieren comprar alimentos ecológicos, y según Salgado y Beltrán (2011), el comportamiento del consumidor se relaciona con aspectos demográficos, la escolaridad por ejemplo, los cuales ejercen un efecto positivo y significativo en el consumo sustentable. La demanda de alimentos orgánicos u obtenidos con sistemas agroecológicos va en aumento y la disposición a pagar un sobreprecio por esos productos ha estimulado su incremento a nivel mundial y nacional (Torres y Trápaga, 1997). Las investigaciones citadas sugieren que la intención de compra hacia los alimentos orgánicos está relacionada a percepciones de los consumidores, seguridad alimentaria, salud, calidad, precio, etc.
En fin, los elementos y procesos descritos en estas líneas dan cuenta de una realidad que exige un redireccionamiento del saber científico y tecnológico para garantizar, sí, una mayor cantidad de alimentos, pero también que los productos y prácticas que los generan sean saludables y coadyuven a lograr un verdadero desarrollo sustentable.
El problema es que los sistemas de producción agroalimentaria predominantes tienden a decantarse por un ambientalismo superficial, compatible con una ciencia direccionada más por intereses económicos que sociales y ambientales. Por ello, en última instancia, como afirma Toledo (2019), la disyuntiva a tomar en nombre del mercado, la tecnología, el progreso, el desarrollo, el crecimiento económico o la salud, tiene que ver con defender la vida o con contribuir a aniquilarla. De ahí la importancia de tener una sociedad civil informada, capaz de tomar las mejores decisiones en esa encrucijada que se le presenta en su vida cotidiana como consumidor de alimentos, toda vez que, sea consciente de ello o no, al decidir y comprar se inclina por el desarrollo y consolidación de uno u otro modelo agrícola, a favor o en contra del medio ambiente y la salud humana.
Fuentes:
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