Transición agroecológica para la “soberanía alimentaria y el buen vivir”: ¿de qué hablamos?
La alimentación ha sido un tema importante tanto en nuestra vida personal y cotidiana como en el ámbito de las políticas públicas y de los diversos acuerdos internacionales; sin embargo, en las últimas décadas la alimentación se ha vuelto un tema nodal que trasciende la esfera de lo nutricional y de lo cultural. Es decir, además de considerar los atributos funcionales de los alimentos para nuestra salud y de sus significados y protocolos culturales para una comunidad, una región o un país, cada vez nos queda más claro que comer se vincula con una toma de decisiones que promueve o limita modelos específicos de producir y de consumir los alimentos con impactos diferenciados en la naturaleza y en la calidad de vida de las y los trabajadores del campo. A nivel global tenemos movimientos sociales de gran relevancia como el de La Vía Campesina, que desde la década de los noventas planteó la necesidad de construir modelos agroalimentarios alternativos al régimen dominante, este último caracterizado por una producción intensiva y una oferta masiva de alimentos generados a costa de graves impactos socioambientales y culturales.
Este movimiento, que inició con la protesta de millones de campesinos a lo largo del planeta al sentirse excluidos y perjudicados por el sistema agroalimentario dominante, fue creciendo en complejidad y heterogeneidad –al sumárseles ambientalistas, feministas, defensoras de los derechos de los animales, de los consumidores, etc.–, lo que se reflejó también en la diversificación de las demandas iniciales: comenzaron exigiendo reglas de competencia equitativas frente a las grandes corporaciones alimentarias, para luego hacer referencia al derecho de los pueblos a construir sus propios sistemas alimentarios y que estos, además de incluyentes, fuesen ecológicos y se organizasen para satisfacer las necesidades de las personas que participan en la producción y consumo de los alimentos, en vez de los imperativos de los mercados y de las grandes corporaciones agroalimentarias. Pugnan asimismo por el respeto a la diversidad biocultural de las regiones y de otras fuentes de conocimiento, además del obtenido por métodos científicos, así como por otras maneras de relacionarse, tales como la solidaridad y la cooperación, por otros esquemas de distribuir y compartir los alimentos, independientes de los mercados alimentarios convencionales, que faciliten el acercamiento entre productores y consumidores, entre otras.
Es aquí donde esta triada de conceptos “Transición agroecológica” (TA), “Soberanía alimentaria” (SoA) y “Buen vivir (BV)” adquieren sentido y se conjugan para expresar –tanto en el discurso como en la práctica– esta búsqueda innovadora –disruptiva– de nuevas cosmovisiones y formas de convivencia entre humanos y no humanos. El BV reivindica otras fuentes de bienestar que no provengan de un incremento del consumo en general. El Observatorio Regional de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) lo define como “forma de vida que permite la felicidad y la permanencia de la diversidad cultural y ambiental; es armonía, igualdad, equidad y solidaridad”. SoA es reconocer que debemos asumir un papel más activo en nuestra alimentación: informarnos sobre el origen, ingredientes y forma de elaboración de lo que comemos, de sus impactos en la naturaleza y condiciones de vida de campesinos y jornaleros, y actuar en consecuencia. Entre estos dos bastiones, la TA representa una advertencia sobre el carácter procesual de tales movimientos sociales. En este orden de ideas, la TA no se limita a sustituir agroquímicos por insumos ecológicos en la producción de alimentos, para hacerlos más sustentables, dejando intactas las estructuras sociales sobre las cuales descansa el sistema agroalimentario dominante: trata de la implementación –gradual pero ascendente– de una serie de principios que replantean, desde sus cimientos y con un perspectiva crítica, el actual orden alimentario, tanto en sus bases biológicas, económicas, culturales, sociales, institucionales y políticas; de ahí su complejidad y trascendencia.
Colaboración de María del Carmen Hernández Moreno, profesora investigadora de la Coordinación de Desarrollo Regional del CIAD.